sábado, 23 de febrero de 2013

Juan Román Riquelme, La estirpe de un 10.


Riquelme representa para mí, y para muchos, algo más que un jugador de fútbol. Aunque siempre he creído, y defendido, que la veneración es un muro que nos hace perder la perspectiva, Román es los más semejante a un ídolo que jamás he visto sobre el pasto. Pocas relaciones más puras que la de Riquelme con la pelota. Se amaban, se aman. Llegaba sin avisar y les costaba un mundo despedirse. Como un amor a distancia en el que haces lo imposible para alargar el adiós. Sabes que llegará el momento de dejarla ir, pero te aferras al instante por seguir abrazados unos segundos de más. Momentos mágicos, permitir que no se difumine tu estampa tras escuchar el pulcro eco que recoge una cámara de fotos después de hacer clic. Riquelme es el juego al ritmo de la fotografía añeja. Parece que en cualquier momento va a detenerse, se va a quitar el sombrero y en una reverencia teatral va a hacerle un saludo a la cámara, pero sigue en movimiento, tan despacio, y tan deprisa. 

Román tiene el fútbol en la cabeza. Corporalmente nunca ha sido el primero de la clase. No puedes pedirle que saque virtud de un juego al espacio, que en una carrera memorable gane un duelo dividido, que pique un desmarque en vertical para llenar una zona débil. No esperas que presione a la salida del juego, ni un repliegue intensivo cuando pierda la pelota, por eso es tan necesario colocarle alguien atrás que sea capaz de morder a su espalda. En la pugna nunca tiene las de ganar, pero posee la inmensa capacidad de encontrar siempre los caminos despejados. No es la personificación del regate, aunque de vez en cuando nos regale alguna gambeta a cámara lenta. Si algo es Román, es un 10. Un 10 de los que solía producir Argentina. No un mediapunta versátil, no un jugador adaptable a banda, un Özil que pueda ganarte en desborde, aunque circunstancialmente le guste pararse en la orilla cuando el equipo vuelca su juego por la zona externa. No. Él es un 10. Mediapunta por el centro que baja a la sala de máquinas para darle sentido, aire y tiempo al equipo. En un juego en el que prima tanto la ausencia de segundos, dónde apenas se puede pensar, donde prevalece la intuición sobre la inteligencia, donde el ritmo lo signa la presión, la intensidad de un marcaje, encontrar a alguien capaz de parar el tiempo parece un regalo caído del cielo.

Riquelme es un temporizador, de los mejores del mercado. Uno de esos futbolistas que tiene en el ADN una atracción casi mística con la pelota. Quizá es por instinto, pero allá dónde se coloque, allá ira el balón. Le pasa a Xavi, le pasaba a Zidane, le pasa a Iniesta, le pasa a Özil, y le pasa a Riquelme. Si alguna vez se inventó un imán para el plástico, ese era Román. La pelota no es garantía de nada si no sabes qué hacer con ella, pero amigos, Riquelme lo sabía, siempre lo supo, era su bombona de oxígeno. El aire que no le daba un físico anodino se lo daba la pelota. Y con ella, él marcaba el ritmo. Tras su figura, y en el horizonte, había que ofrecerle algo, limpiarle la zona. Permitirle la recepción libre de marca y que el talento para interpretar el juego hiciese el resto. Máximo exponente de la pausa en un deporte que se juega tan rápido. Hemos entendido como lentitud lo que no es más que la antesala de algo mucho más vivo, más ágil. En el fútbol, hay situaciones en las que ir más deprisa no significa llegar antes. Hay veces en que la jugada no fluye por más veloz que parezca. Ahí llega Riquelme, recibe la pelota, y mata la jugada. La mata, y como diría Juan Manuel Lillo, le hace el boca a boca para volverle a dar vida. Para el tiempo, le da segundos al coro para que se organicen, y cambia el ritmo sorprendiendo a propios y extraños. Es más que un último pase prodigioso, más que un golpeo de balón de primer nivel, más que un cambio de orientación que siempre va al pie, más que un balón parado de otro mundo, Riquelme es el ritmo mismo. Un director de Orquesta, con la sinfonía más pura del fútbol argentino.

Un 10 que, más que pese, se pierde. Como el mediocentro, que cada vez es menos un jefe y mucho más un auxilio, un apoyo. Como el arquero, más pendiente de los tres palos y mucho menos de la línea que marca el fuera de juego. Como el libero  al que prácticamente perdimos con aquella México de Ricardo Lavolpe en la que Osorio brillaba con luz propia. Riquelme es un pegamento con el fútbol antiguo, una sonrisa a lo tradicional y un desapego con lo nuevo. Riquelme es Boca Juniors, es la Bombonera en una Copa Libertadores, el sueño de miles de xeneizes que lo acogieron como al hijo pródigo. Riquelme es una intercontinental enmudeciendo al Madrid de los Galáticos. Es bostero. Es la memoria de un fútbol argentino que le recuerda su esencia. Riquelme es la estirpe de un 10, de los que ya no abundan.

AUTOR: Alejandro Sierra

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